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¿Qué entendemos por humanismo? Para empezar, podemos decir que integra valores que definen al ser humano: capacidad de aprendizaje, conciencia en todas sus formas, libertad responsable de los actos.
Humanismo orgánico en el siglo XXI (IV)

Promociona la educación, la reflexión y el estudio de los clásicos (1º humanismo); emerge de la universidades medievales y de la evolución de las artes liberales en el renacimiento (2º humanismo); y evoluciona en un humanismo secular que ubica al ser humano como eje de la naturaleza y la sociedad (3º humanismo). El humanismo crítico considera que el ser humano es un ser histórico capaz de desarrollar sus posibilidades a través del discernimiento y el esfuerzo. El humanismo orgánico promociona las dimensiones analógica, natural, sensorial, psicológica, social y trascendente del ser humano consciente y libre para su desarrollo integral.

En cambio, el trans-humanismo dice que la naturaleza es imperfecta y que el hombre tiene errores de diseño. Promete que a través de la tecnología nos libraremos del dolor, la enfermedad, el envejecimiento y la muerte. Desde luego es tentador, pero ¿No es paradójico atarnos a la tecnología para ser libres? Siempre hemos hecho uso de las propiedades curativas de la naturaleza cuando nos hemos metido en problemas. Si parte del hechizo tecnológico es que evoca habilidades naturales olvidadas y en desuso ¿No sería más lógico potenciar todo lo que hay de humano, natural y asombroso en nosotros? Si la experiencia subjetiva de ser consciente es proyectada a una eternidad virtual, aséptica, perfectamente diseñada, desvinculada de su matriz terrestre, sensorial y orgánica ¿No nos estaremos encarcelando voluntariamente en un laberinto psicológico de espejos infinitos? ¿Qué se esconde en su interior? ¿Vergüenza? ¿Culpa? ¿Seducción? ¿Engaño? ¿intolerancia enfermiza al dolor y a la responsabilidad?

El paradigma trans-humanista y post-humanista, no podemos afirmar que sea humanista, sino más bien lo contrario. Con los parámetros actuales, no representa la evolución de la vida en la Tierra, sino que podría ser su final; no su florecimiento, sino su extinción. Todo depende de cómo maduremos en el uso de la tecnología; de si sabremos estar a la altura de su enorme potencial.

La historia se repite. El futurismo se adelantó un siglo al trans-humanismo: fascinación por el progreso y la tecnología; obsesión por la fuerza ampliada y el poder de la innovación acelerada; ceguera inducida por la velocidad de la luz; propaganda heroica de la lucha; disolución de la tradición humanista. Futuristas y post-humanistas son tratados por la narrativa oficial como visionarios; deconstruyen la realidad, son parte de la vanguardia e influyen en todas las áreas de producción humana. Un dato revelador: entre el manifiesto futurista de Marinetti, de 1908 y la publicación de la Carta de los Derechos Humanos de Naciones Unidas de 1948 median tan sólo 40 años y dos guerras mundiales (1914-1918, 1939-1945). El futurismo nace siendo un movimiento estético y acaba teniendo consecuencias políticas cuestionables. El post-humanismo surge como ideología científica, pero está cambiando leyes, modelos económicos y políticas mundiales.

De lo que yo conozca existen tres manifiestos humanistas. El de 1933, entre las dos guerras mundiales, excesivamente optimista; el de 1973, más conectado a la realidad del momento; y el de 2003, que trataba de ser integrador y recoger el espíritu de los anteriores. Éste último fue firmado por 21 premios Nobel. Todos ellos han servido de base para elaborar un humanismo universal que trata de preservar, recordar y afianzar las cualidades humanas. ¿Han servido para algo? Probablemente si.

También existe un manifiesto trans-humanista de 2019, reelaboración de otro anterior y un manifiesto post-humanista y otro post-humanista existencial. No puedo dejar de sentir un cierto vértigo al leerlos.

Paremos el tiempo y revisitemos un mito griego que quizás nos oriente. Dédalo, constructor del laberinto de Minos, es retenido junto a su hijo Ícaro en la isla de Creta. Para escapar construye unas alas y advierte a su hijo que no vuele muy alto, porque el calor del sol derretirá la cera que las une; pero tampoco muy bajo, porque la espuma del mar mojará sus plumas. En la etapa final del viaje el joven se emociona, se acerca demasiado al sol, la cera se derrite, cae al agua y muere. La interpretación del mito parece obvia: la inmadurez y las imprudencias se pagan. Dédalo consigue llegar a tierra firme. El problema no eran las alas, sino el uso de ellas. Las alas nos permiten avanzar si no nos embriaga la altura. La acción imprudente nos puede acercar a los dioses, pero precipita la caída. El miedo y la duda nos pueden debilitar. Debemos batir las alas, templar el ánimo y mantener el rumbo. La solución no es dejar de volar.

El mito todavía esconde un conflicto moral subyacente. Anteriormente en el relato se cuenta que Dédalo huye a Creta, desterrado por haber matado a su sobrino y discípulo. Cegado por la envidia de la inteligencia superior del muchacho, lo tira desde lo alto del templo de Atenea. La diosa, que ve la escena, convierte al joven en pájaro y le salva la vida. Dédalo, en pago por su ambición y extravío, verá caer tiempo después a su propio hijo, al que no ha podido enseñar virtud ni medida de sus limitaciones. Plenamente consciente de su atroz error, entrega sus alas al templo de Apolo y vive sus últimos años aceptando los encargos que se le ofrecen. Los hijos han de estar destinados a ser mejores que sus padres en el dominio de sus carencias o de lo contrario fracasarán. Quizás nuestro destino está en manos de los vástagos de aquellos que nos han traído hasta aquí. Algunos llegarán a tierra firme y fortalecidos por la experiencia, construirán un futuro más humano.

La imagen del laberinto es universal y fascinante. Está presente en las diferentes culturas de la humanidad desde el principio de los tiempos. Se han encontrado algunos en galerías funerarias datadas hace 4.500 años. El término procede del griego lábrys: hacha de dos filos. Fue el emblema del rey Minos de Creta y se asocia con divinidades relacionadas a la serpiente. Se han encontrado a lo largo de todo el Mediterráneo. Pueblos tan diferentes como los fenicios y los egipcios los dibujaban. Los encontramos en catedrales europeas del medievo y en construcciones de Asía y América. En tiempos modernos también se han utilizado para estudiar el comportamiento animal y para entrenar la inteligencia de robots.

Según el historiador Mircea Eliade hacen referencia a la iniciación del mundo subterráneo o inconsciente, a la muerte simbólica que conduce al renacimiento espiritual. Son como mapas orientativos que guían al alma en su regeneración. Se asocian a rituales de fertilidad y según el antropólogo Frazer son signos de protección. Umberto Eco señala que los hay espirales, ramificados y en forma de red. En cualquier caso, parece ser que es fácil entrar, pero no salir.

La tecnología nos ha sumergido en el dilema de escoger qué camino tomar en este laberinto invisible ¿Tal vez ya estábamos en él y no éramos conscientes de ello? Según la tradición, hay dos formas de escapar: utilizando el hilo de Ariadna, hija de Minos, cuya estrategia de desandar el camino a través del razonamiento inverso, condujo al héroe Teseo hasta la salida; o como Dédalo, desplegando las alas de la invención, la intuición clarividente y la fe en nuestros recursos. En cualquier caso, sea cual fuere nuestra elección y aunque recibamos ayuda, necesitaremos tener presente los valores humanistas para salir airosos de esta transición tecnológica.

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